No hacía frío, pero el viento fresco recordaba que aún estábamos en
invierno. Marco entre toses soltó el humo y señaló con el índice : Mira quién
viene finalmente — dijo antes de volver a toser. No era la mejor calidad lo que
conseguía Marco en esas fechas.
Al único a quien no esperábamos esa tarde, era a Gustavo, que venía en
dirección nuestra. Traía el pelo tieso y brillante de tanta laca que se había
puesto para ir a trabajar. Antes de llegar a nuestra banca, intentó con una
mano desordenar un poco su melena. Sabia que las bromas sobre su aspecto serio
y de niño bueno, no tardarían. El resultado fue peor y ahora daba la impresión
de tener una peluca barata en su cabeza. Después de molestarlo un poco por su “peluca”,
nos explicó cómo había logrado escaparse del trabajo. Por la mañana, justo
antes de entrar a la tienda, comió un huevo duro para que los otros sintieran
el mal olor de su boca. Un par de horas más tarde dijo que tenía un fuerte dolor
de estómago y una consecuente diarrea que lo confinó en el baño por una hora.
Finalmente le dijeron que si quería, podía irse antes de tiempo del centro
comercial. Era la técnica patentada por Marco y yo cuando trabajamos en un
supermercado. Habíamos perfeccionado algunas más. Estaba la llamada con amenaza
de bomba, solía resultar casi siempre. También habíamos puesto en marcha un
plan un poco más complejo para irnos justo antes de la recaudación de dinero y
así confundir un poco las cuentas con los de tesorería. No era muy complicado.
Necesitábamos que uno de los dos inventara una excusa para irse antes, y que
quien lo reemplazara fuera el otro. Tenía que irse quien tenía la recaudación
más baja. El reemplazo reducía aún más ese total de manera artificial
modificando el rollo con las ventas de esa caja. Luego, las cuentas no
coincidían entre Marco y yo. Nos echábamos la culpa mutuamente y reponíamos lo
que supuestamente faltaba, que era mucho menos de lo que habíamos sacado en
realidad. La primera vez salió perfecto. La segunda vez levantamos sospechas.
Nos terminaron echando, pero nos fuimos con un pequeño botín.
Gustavo nos mostró su último robo : un polo Levis naranjo. Su relación con una de las promotoras de la marca daba beneficios no solo a él y ya me había vendido una camisa negra a precio de huevo.
El polo le iba como una pieza de collage a punto de despegarse. Costaba
reconocer al Gustavo de los días de vagabundeo, a medio afeitar, con sus
camisetas de grupos punk hechas por él mismo y con su pelo grasoso cubriéndole
los aros. Los tres nos sentamos y le pasé mi audífono. Oigan — nos dijo
seriamente y mirando el pito en mi
mano — al otro lado del museo hay una pareja de pacos haciéndose los lindos con unas minas.
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