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mercredi, mai 30, 2012

MARRUECOS, ENAJENAGRAPHIA DE LA GEOCION

medina felina, Nicolas Folch


Una fiebre de gatos cruza y se pierde por las callejuelas de la medina. Arriba, entre el tejido de colihues, la luz dispensa el ruido que no es ruido, sino olores musicales, sino bruma color cal, sino sombras espesas dentro de las ventanas. No estoy en otra dimension; el cielo no cae a pedazos sobre el mundo y los rezos que siguen al adhân aguisan al extremo las puntas de los minaretes.
Cambio, tuerzo, doblo en una esquina, me tengo que inclinar para seguir por la calle que amplifica los ecos de la musica ber-bere. Tratar de saber donde se canta y toca los tambores es imposible, pues la calle se bifurca en un sin numero de pasajes sucios y oscuros por los que no se puede seguir a menos de tener un cuerpo hecho de goma. En aquel laberinto todo està encima de uno y tan cerca que a veces no logras ver el todo. Una moneda, un dirham es lo que piden los niños que me rodean, sin saber de donde salieron. Desaparecen con la misma facilidad y sus risas me rompen la ropa. Tengo un aspecto miserable. Nuestras pequeñas riquezas pasan en un avion silencioso sobre la medina. Las risas se disparan sin dar en el blanco y el avion sigue su rumbo, responsable y limpio como un angel que camina fuera de esta ciudad fortificada.
Judios, Arabes, Ber-beres, Saharahuis, todas tribus unidas como ingredientes de una misma masa. Los tambores suenan entre el regateo de los comerciantes y las peleas verbales de los que bailan. La pura energia de la sobrevivencia agita las paredes de las casas, las doblan y las lamparas que cuelgan de las casas se expresan en sombras curvas, en perros dormidos, en ojos del delirio, en manos tomadas con tatuajes de hena. Mi guia (Mustafa) lanza besos a sus amigos y en su rostro las pecas brillan y parecen aumentar en cantidad ; no sé si seguir con ellos o buscar un refugio, determe a un lado de la bulla que como sol incandecente que me ciega.

Viajo, atravieso las montañas, la zona del Atlas se muestra con la calma de un lago. Paisajes como una acuarela humeda, verde y soleada, que recorro en un bus atestado de mantas y canastos, cuerpos de piel gruesa asinados, eructos y polvo pasan entre el espacio reducido de los pasajeros, todos moviéndonos al antojo de los asientos y el viento que silva por alguna fisura de la màquina. Me miran, saben que soy extranjero a pesar de mis ropas locales. La calma en sus ojos me adormece. Una mujer me habla, respondo y un silencio quiebra la armonia de la ruta, las cabezas se vuelven hacia mi persona, todos me escuchan como si fuera una vaca parlante. Se alegran que vaya con ellos, aunque no todos saben qué es o donde esta “Chili”. Celebran que no viaje como los demas turistas y que mis manos estén pegajosas por la fruta que como con ellos. El cuerpo de la mujer a mi lado es voluminoso, oval, despiadado en su lucha por espacio.Entre sus velos domina una vejez respetada por los mas jovenes. Ella habla de mi en su idioma nativo y los demas rien y me dan mas fruta. No son tipicos, no son una curiosidad, no son bestias, no tienen codigo de barras y viven segun sus tradiciones religiosas y leyes. Me siento un condon usado desde que llegué a este pais. Mejor dejarse ir por esta locura, mejor abrir bien los ojos, oidos, boca, nariz, poros, todo !
En el Sahara una estrella golpea en el negro cielo, se abre la noche con los tambores tuareg y bailo sobre una terraza del kasba, oculto en la oscuridad. Junto al nochero del hotel en el que no dormiré - un joven rapado que se afeita las cejas - fumo mi pipa de Kif después de encenderla con las brazas de la cocina. El nochero me dice que debemos bajar y salir al desierto siguiendo la calle del hotel, que no comeremos ahi esa noche. Su cabeza rapada servira de antorcha para que no me pierda ni caiga en la calle.
El ritual exige lavarse las manos antes de comer. Armoniosamente los ultimos vierten el agua sobre los primeros y un aire fresco diluye un poco de arena del desierto sobre nuestras manos. La comida llega en un gran plato humeante. Nada de cuchillos o tenedores que ofenden al cuerpo; todos meten la mano con pan, uno a uno y comemos sentados en el suelo. Escuchas hablar del Islam “es la mejor religion” - dice Hassan tendido en la arena mientras se chupa los dedos con sus ojos clavados en alguna estrella o dibujo astronomico que solo él puede distinguir sobre nuestro grupo - “lastima que nos controlen como a camellos” concluye mientras me alcanza otro pedazo de pan.
Ya de vuelta a Europa. Tras el barco se desvanece lentamente la estela de espuma sobre el mar y una gaviota solitaria lo sigue, como si fuese necesario no perdernos el rastro.

(sacado de mi cuaderno Marruecos)

vendredi, juin 16, 2006

MARRUECOS : ENAJENAGRAFIA DE LA GEOCION

Una fiebre de gatos cruzando de muralla en muralla araña las callejuelas de la medina. Miro hacia arriba y entre el tejido de colihues que cubre el suq obtengo una esperanza de salida a este pedazo de roca con grietas en el que me encuentro. Todo está demasiado cerca aquí. Al parecer el laberinto sigue su habitual proceso de acomulación hasta llegar a los límites del desierto. Y el cielo sobre todo esto. Giro una esquina, debo inclinarme hasta rozar con mi nariz el suelo para seguir por la misma calle. Desde algún recodo, unas personas ensayan una melodía berbere. Se musicaliza cada rincón oscuro de este barrio, al otro lado de las ventanas. En este laberinto todo amenaza con caerse encima mío. Un desmoronamiento de mi orientación me deja al medio de un grupo de niños. Un "dirham" monsieur, dicen. Por mis reflejos aún influenciados con el síndrome del turista les doy una moneda. Desenfundo. Se ríen entre ellos. Comprueban que no he comprendido nada. De pronto giran en distintas direcciones y desaparecen, no sé por dónde. Un burro pasa y me empuja hacia un patio interior. Me quedo solo ¿Y mi guía? También rie, al fondo del patio, casi volátil. Es un secadero de cueros y la humareda nos deja algunos fantasmas entre el espacio que nos separa.

 Tú sabes que no es necesario que me des dinero - me dice cuando lo alcanzo. Sí, lo sé, murmuro humillado. La miseria ríe en los ecos de niños invisibles, pero que sé que siguien cerca, observando al turista que soy. Una máscara cae, sin embargo oigo su choque contra un suelo muy lejano. Una máscara cae.

Qué miserables somos ¿Pienso realmente en plural?. Debería aprender un poco de sus risas, liberarme de tanto lastre que me hace sentir responsable de ilusiones perdidas y descubrirme igual, vivo y sereno como los muros de estas legendarias ciudades fortificadas. Judíos, Árabes, Berberes, Saharahuis, todas tribus unidas como ingredientes de una misma masa.

Los tambores suenan entre el regateo de los comerciantes. Al fondo de una casa bailan con la pura energía de la vivencia de los ancestros. Mi joven guía lanza besos clandestinos a los jóvenes que me ven pasar desde las ventanas, tras los fierros forjados ; no sé si reír con ellos o buscar un refugio de esta efervescencia, de este ajetreo clandestino como un sol tras nubes grises.

Viajo. Atravieso las montañas bebiendo en cada pueblo el exquisito té a la menta. La zona del Atlas se muestra con la calma de algunos lagos. Paisajes como una acuarela húmeda, verde y soleada que recorro en un bus atestado de olores a cuerpos asinados, a especias esparcidas sobre una piel gruesa tatuada con hena. Todos nos movemos al antojo de los asientos. Sobre las cabezas, el viento silva por alguna fisura de la máquina. Me miran, me saben extranjero. La calma de sus ojos me adormece a pesar de los eructos y escupitajos. Una mujer me interpela con una mano extendida. En su palma abierta se adivina la curiosidad, así que respondo con un francés escueto y todos me escuchan como si fuera una vaca parlante. Festejan que haga el camino con ellos, aunque no todos saben donde esta “Chili” – ¿Jhili?. No son típicos, no son una curiosidad, no son bestias, no tienen código de barras y viven según sus tradiciones religiosas y leyes. Me siento un condón usado entre ellos. Mejor dejarse llevar por esta locura ¡ Mejor abrir bien los ojos, oídos, boca, nariz, poros, todo !

En el Sahara una estrella golpea al horizonte y se abre la noche con un aire tibio. Imagino que el legendario frío nocturno del desierto duerme en alguna duna. Aquí también me acompañan los tambores. Son cueros sobre los que golpean manos tuaregs. Bailo y fumo kif en el kasba inmenso del desierto. Cuando se enfría, enciendo mi pipa con las brazas de la fogata, donde se cocina para todos. Somos un grupo pequeño. Comerciantes, guías de caravanas de todo tipo y yo, el único infiltrado. Propogo el misterio de los dibujos en el aire y sobre arena para entendernos. Nos animamos mientras el horizonte escupe más estrellas. Nuestras lenguas deslizan risas y nuestras manos hacen señas y gráficos inestables. Atravesamos el vacío de mi ignorancia en árabe. Cantamos, yo repito, repito, no sé qué repito pero sigo el ritmo, la música, reímos con nuestros pies sobre un cielo molido por el viento. 

El ritual exige lavarse las manos, porque aquí, hasta comer es algo más que alimentar el cuerpo. Armoniosamente, los últimos vierten el agua sobre los primeros. Mis manos recién lavadas con la preciosa y musical agua que me vierten, se lanzan al ataque de la comida. Nada de cuchillos o tenedores. Todos metemos las manos en un mismo gran plato. El respeto por el cuerpo y el alma llama a estos pueblos a ser solidarios y a compartir incluso con un extraño como yo. Escuchas hablar del Islam “Es la mejor religión” dice Hassan tendido en la arena mientras se chupa los dedos iluminados con el aceite, como peces de los abismos. “Lástima que nos controlen como a camellos” concluye mientras me alcanza otro pedazo de pan. A mi alrededor, en esta oscuridad, el grupo parece flamear con el calor de las llamas

 Ya de vuelta a Europa, cruzando el Estrecho de Gibraltar sobre un barco, me doy cuenta que todo esto me está aún muy distante - ¿donde habrá caído esa máscara? - a pesar de lo que recitan los líderes de la mundialización y la publicidad de la aerolíneas. Tras el barco, se desvanece lentamente el rastro de espuma sobre el mar. Una gaviota solitaria nos sigue, cruzando, quizás sin saber, de un mundo a otro. 

N. Folch