vendredi, juin 16, 2006

MARRUECOS : ENAJENAGRAFIA DE LA GEOCION

Una fiebre de gatos cruzando de muralla en muralla araña las callejuelas de la medina. Miro hacia arriba y entre el tejido de colihues que cubre el suq obtengo una esperanza de salida a este pedazo de roca con grietas en el que me encuentro. Todo está demasiado cerca aquí. Al parecer el laberinto sigue su habitual proceso de acomulación hasta llegar a los límites del desierto. Y el cielo sobre todo esto. Giro una esquina, debo inclinarme hasta rozar con mi nariz el suelo para seguir por la misma calle. Desde algún recodo, unas personas ensayan una melodía berbere. Se musicaliza cada rincón oscuro de este barrio, al otro lado de las ventanas. En este laberinto todo amenaza con caerse encima mío. Un desmoronamiento de mi orientación me deja al medio de un grupo de niños. Un "dirham" monsieur, dicen. Por mis reflejos aún influenciados con el síndrome del turista les doy una moneda. Desenfundo. Se ríen entre ellos. Comprueban que no he comprendido nada. De pronto giran en distintas direcciones y desaparecen, no sé por dónde. Un burro pasa y me empuja hacia un patio interior. Me quedo solo ¿Y mi guía? También rie, al fondo del patio, casi volátil. Es un secadero de cueros y la humareda nos deja algunos fantasmas entre el espacio que nos separa.

 Tú sabes que no es necesario que me des dinero - me dice cuando lo alcanzo. Sí, lo sé, murmuro humillado. La miseria ríe en los ecos de niños invisibles, pero que sé que siguien cerca, observando al turista que soy. Una máscara cae, sin embargo oigo su choque contra un suelo muy lejano. Una máscara cae.

Qué miserables somos ¿Pienso realmente en plural?. Debería aprender un poco de sus risas, liberarme de tanto lastre que me hace sentir responsable de ilusiones perdidas y descubrirme igual, vivo y sereno como los muros de estas legendarias ciudades fortificadas. Judíos, Árabes, Berberes, Saharahuis, todas tribus unidas como ingredientes de una misma masa.

Los tambores suenan entre el regateo de los comerciantes. Al fondo de una casa bailan con la pura energía de la vivencia de los ancestros. Mi joven guía lanza besos clandestinos a los jóvenes que me ven pasar desde las ventanas, tras los fierros forjados ; no sé si reír con ellos o buscar un refugio de esta efervescencia, de este ajetreo clandestino como un sol tras nubes grises.

Viajo. Atravieso las montañas bebiendo en cada pueblo el exquisito té a la menta. La zona del Atlas se muestra con la calma de algunos lagos. Paisajes como una acuarela húmeda, verde y soleada que recorro en un bus atestado de olores a cuerpos asinados, a especias esparcidas sobre una piel gruesa tatuada con hena. Todos nos movemos al antojo de los asientos. Sobre las cabezas, el viento silva por alguna fisura de la máquina. Me miran, me saben extranjero. La calma de sus ojos me adormece a pesar de los eructos y escupitajos. Una mujer me interpela con una mano extendida. En su palma abierta se adivina la curiosidad, así que respondo con un francés escueto y todos me escuchan como si fuera una vaca parlante. Festejan que haga el camino con ellos, aunque no todos saben donde esta “Chili” – ¿Jhili?. No son típicos, no son una curiosidad, no son bestias, no tienen código de barras y viven según sus tradiciones religiosas y leyes. Me siento un condón usado entre ellos. Mejor dejarse llevar por esta locura ¡ Mejor abrir bien los ojos, oídos, boca, nariz, poros, todo !

En el Sahara una estrella golpea al horizonte y se abre la noche con un aire tibio. Imagino que el legendario frío nocturno del desierto duerme en alguna duna. Aquí también me acompañan los tambores. Son cueros sobre los que golpean manos tuaregs. Bailo y fumo kif en el kasba inmenso del desierto. Cuando se enfría, enciendo mi pipa con las brazas de la fogata, donde se cocina para todos. Somos un grupo pequeño. Comerciantes, guías de caravanas de todo tipo y yo, el único infiltrado. Propogo el misterio de los dibujos en el aire y sobre arena para entendernos. Nos animamos mientras el horizonte escupe más estrellas. Nuestras lenguas deslizan risas y nuestras manos hacen señas y gráficos inestables. Atravesamos el vacío de mi ignorancia en árabe. Cantamos, yo repito, repito, no sé qué repito pero sigo el ritmo, la música, reímos con nuestros pies sobre un cielo molido por el viento. 

El ritual exige lavarse las manos, porque aquí, hasta comer es algo más que alimentar el cuerpo. Armoniosamente, los últimos vierten el agua sobre los primeros. Mis manos recién lavadas con la preciosa y musical agua que me vierten, se lanzan al ataque de la comida. Nada de cuchillos o tenedores. Todos metemos las manos en un mismo gran plato. El respeto por el cuerpo y el alma llama a estos pueblos a ser solidarios y a compartir incluso con un extraño como yo. Escuchas hablar del Islam “Es la mejor religión” dice Hassan tendido en la arena mientras se chupa los dedos iluminados con el aceite, como peces de los abismos. “Lástima que nos controlen como a camellos” concluye mientras me alcanza otro pedazo de pan. A mi alrededor, en esta oscuridad, el grupo parece flamear con el calor de las llamas

 Ya de vuelta a Europa, cruzando el Estrecho de Gibraltar sobre un barco, me doy cuenta que todo esto me está aún muy distante - ¿donde habrá caído esa máscara? - a pesar de lo que recitan los líderes de la mundialización y la publicidad de la aerolíneas. Tras el barco, se desvanece lentamente el rastro de espuma sobre el mar. Una gaviota solitaria nos sigue, cruzando, quizás sin saber, de un mundo a otro. 

N. Folch

 

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