-
Lo
mejor es irnos caminando hacia el puente y cruzar a Bellavista, así nos vamos
acercando a la casa de Jorge — dije mientras le pasaba el pito al recién
llegado. Ya estábamos acostumbrados a las rondas policiales y actuábamos sin
precipitación cuando los veíamos acercarse. En un barrio de clase media nunca
se sabe con quién se trata y los policías podían creer perfectamente que uno de
los que estaban controlando o arrestando era el primogénito de un militar. La
policía actuaba cautelosamente en ciertos barrios y en los más desfavorecidos
cobraban con golpes en los cocos y bototos aplastando los rostros.
-
Vamos
entonces, dijo Marco, pero apaguemos el pito
hasta llegar al otro lado. Si nos cruzamos a los pacos con un pito en medio
del puente, se acabó el cuento. Lo podemos terminar en el pasaje de Jorge.
Al ponernos de pie, el efecto del THC subió directo a mi cabeza y tuve esperar
un par de segundos para recuperar el equilibrio. Los audífonos colgaban del
cuerpo de Marco y Gustavo intentaba recuperarlos. De los tres, Gustavo era el
que debería asegurar nuestro trayecto. Marco y yo ya estábamos volados. Miré
mas allá de los arboles. Los viejos habían dejado libre al perro que corría eufórico
de árbol en árbol. Me acordé que Marco le tenía pánico a los perros y comencé estúpidamente
a ponerme nervioso por él, quien quizás no tenía ni idea sobre el peligro
animal que orinaba los árboles como enfermo de cistitis. El puente que hasta
hace poco lo veía al otro lado de la avenida, me parecía más lejos que hace un
minuto, pero cuando vi a Marco que intentaba atrapar su audífono enredando en
el cuello de Gustavo, todas la preocupaciones se esfumaron y quedé doblado de
risa.
Sin posibilidad de escuchar música, caminé detrás de Marco y Gustavo. Los
seguía observando sus espaldas unidas por el cable de los audífonos. Ese fino
cable de hilos de cobre y plástico mantenía unidos a un huérfano educado por
una familia de mecánicos y al hijo de una mujer enferma en un manicomio y de un
padre médico. Mis amigos me iban abriendo paso como unos siameses salidos de un
infierno que no comprendíamos. Pero esa realidad no nos interesaba aún por sus
causas, sino por sus fines y así, lo único que deseábamos era olvidarnos de
nuestras respectivas casas aunque sea por una tarde. Avanzaba detrás de mis
amigos decía, y nos introdujimos en un laberinto de voluptuosidad luminosa
filtrada por araucarias, palmeras, peumos y plátanos orientales. La tarde era
el comienzo de los tonos amarillos, naranjos y azules sobre las fachadas de las
casas y edificios que rodeaban el parque. Los viejos ya no los veía. Una que
otra joven pareja con niños cruzaba la avenida hacia los juegos infantiles.
Encontré ridículo todo ese alboroto infantil que se escuchaba a lo lejos, en
comparación con el susurro de las ramas de los árboles por dónde íbamos. Me
imaginé en esos juegos, con mis padres, pero solo fue un instante sin verdad,
sin dimensiones, en mi cabeza únicamente. Como una foto en la que uno cree
haberse visto, pero que finalmente no aparece.
-
¿No
trajeron nada más para escuchar? La voz de Gustavo sonaba con una energía que
me sacó de la languidez en la que seguía.
Aucun commentaire:
Enregistrer un commentaire