vendredi, mai 24, 2013

Noche esquiva (Fragmento)



 
deja quedarme, N. Folch


Lo recuerdo como si estuviese mirando una foto de aquella noche, una foto que nunca existió. Una foto sacada en rollo kodak cromo, en colores ochenteros. Pero estábamos en los noventas y esa noche en especial dejaría atrás las tonalidades y la música que absorbíamos en publicidades y radios mientras avanzábamos entre fiestas y peleas iniciáticas. Aquella noche llegó sin anunciarse. De ella no se podía aspirar a algo más que al ocio colectivo. En mi caso, apreciaba no hacer nada en casa de Julián, un amigo del barrio Ñuñoa cuyos padres no me apreciaban y actuaban como si no existiésemos cada vez que nos encerrábamos en su cuarto. Era una casa antigua que habia sobrevivido al maquillaje moderno de ese barrio. De esas casonas olvidadas durante la demolición de las viejas manzanas coloniales. Esa casona incluso tenía su piscina en desuso, con su pintura descascarada desde hacía varios lustres. A un costado del patio interior, había además un gallinero improvisado con algunas estúpidas gallinas que tropezaban dentro de esa noche invernal. Julián tenía una pieza para él solo, al fondo del patio. Estábamos atrincherados contra el frío; la severidad de sus padres quedaba tirada a media distancia al fondo de la piscina, entre las botellas vacías que brillaban como ojos sonrientes de un asesino escondido. Julián compartía su reino y le agradaba que sus padres me despreciaran. Dormía y vivía en una independencia virtual con respecto al resto de su familia.
Nos conocíamos desde hace poco y nadie lo notaba. Las vacaciones antepasadas, borrachos de rabia y desprecio a nuestro propio mundo. Arena en los pies. En alguna playa, una fogata improvisada. No recuerdo bien. Una playa tan oscura que ni el fuego calentaba a los que ahí estábamos bebiendo vino barato. Entonces, conversando de música, no sé cómo nos dimos cuenta que los dos teníamos el mismo historial genealógico truncado : éramos adoptados. Y en ambos casos por un uniformado. Mi padre adoptivo era ya un sargento retirado y colérico. El padre de Julián era aún uno de esos agentes militares de lo que poco se sabe, aparte que de servía en la marina. Julián tenía otros hermanos a diferencia mía, pero en la vida práctica esto no había cambiado nada. Sus hermanos eran ya viejotes y él había ido quedando solo en casa con sus padres adoptivos.
El kétchup corría abundantemente. Nuestra manos estaban pegajosas y rojas mientras engullíamos suculentos panes añejos con varias salchichas y algunas hojas de lechuga dentro. Era lo que habíamos logrado del saqueo a la cocina. Desde el medio día solo habíamos estado fumando y ahora estábamos “en bajón” de media noche. Habíamos fumado bastante mientras comentábamos las cartas de Rilke que sacamos de la biblioteca del padre de Julián. Esto era increíble para mí. Hasta hoy me cuesta relacionar aquella biblioteca de casi diez metros cuadrados y la imagen del hombre que la había creado. Desde la primera vez que entré a esa casa, quedé sorprendido por la cantidad de libros que el monstruo descrito por mi amigo tenía. Mi padre adoptivo no tenía más libros en casa que la biblia y la vida de O’Higgins. Siempre había tenido por bárbaros y brutos a todo uniformado gracias al ejemplar que tenía en casa y ver tantos libros reunidos por este otro bruto, me desconcertó.
Nos fuimos a leer a un parque húmedo y vacío. El cielo gris debía estar en alguna parte, más allá de nuestras cabezas, alejado, o quizás refrescando nuestras visiones de héroes en un mar repleto de embarcaciones que caían desde los árboles. Los héroes no tenían nada de imponentes y trágicos ese día, eran tan corrientes y cínicos como dos jóvenes fumando yerba, con el pecho fresco de no sentirse obligados a sacrificarlo por nada del mundo.

Aucun commentaire: