Lo recuerdo como si estuviese mirando una foto de aquella noche, una foto
que nunca existió. Una foto sacada en rollo kodak cromo, en colores
ochenteros. Pero estábamos en los noventas y esa noche en especial dejaría
atrás las tonalidades y la música que absorbíamos en publicidades y radios
mientras avanzábamos entre fiestas y peleas iniciáticas. Aquella noche llegó
sin anunciarse. De ella no se podía aspirar a algo más que al ocio colectivo. En mi
caso, apreciaba no hacer nada en casa de Julián, un amigo del barrio Ñuñoa
cuyos padres no me apreciaban y actuaban como si no existiésemos cada vez que
nos encerrábamos en su cuarto. Era una casa antigua que habia sobrevivido al maquillaje moderno de ese barrio. De esas casonas olvidadas
durante la demolición de las viejas manzanas coloniales. Esa casona incluso
tenía su piscina en desuso, con su pintura descascarada desde hacía varios
lustres. A un costado del patio interior, había además un gallinero improvisado
con algunas estúpidas gallinas que tropezaban dentro de esa noche invernal. Julián
tenía una pieza para él solo, al fondo del patio. Estábamos atrincherados
contra el frío; la severidad de sus padres quedaba tirada a media distancia al
fondo de la piscina, entre las botellas vacías que brillaban como ojos
sonrientes de un asesino escondido. Julián compartía su reino y le agradaba que
sus padres me despreciaran. Dormía y vivía en una independencia virtual con
respecto al resto de su familia.
Nos conocíamos desde hace poco y nadie lo notaba. Las vacaciones
antepasadas, borrachos de rabia y desprecio a nuestro propio mundo. Arena en
los pies. En alguna playa, una fogata improvisada. No recuerdo bien. Una playa tan oscura que ni el fuego
calentaba a los que ahí estábamos bebiendo vino barato. Entonces, conversando
de música, no sé cómo nos dimos cuenta que los dos teníamos el mismo historial
genealógico truncado : éramos adoptados. Y en ambos casos por un uniformado. Mi
padre adoptivo era ya un sargento retirado y colérico. El padre de Julián era aún
uno de esos agentes militares de lo que poco se sabe, aparte que de servía en
la marina. Julián tenía otros hermanos a diferencia mía, pero en la vida
práctica esto no había cambiado nada. Sus hermanos eran ya viejotes y él había
ido quedando solo en casa con sus padres adoptivos.
El kétchup corría abundantemente. Nuestra manos estaban pegajosas y rojas
mientras engullíamos suculentos panes añejos con varias salchichas y algunas
hojas de lechuga dentro. Era lo que habíamos logrado del saqueo a la cocina. Desde
el medio día solo habíamos estado fumando y ahora estábamos “en bajón” de media
noche. Habíamos fumado bastante mientras comentábamos las cartas de Rilke que
sacamos de la biblioteca del padre de Julián. Esto era increíble para mí. Hasta
hoy me cuesta relacionar aquella biblioteca de casi diez metros cuadrados y la
imagen del hombre que la había creado. Desde la primera vez que entré a esa
casa, quedé sorprendido por la cantidad de libros que el monstruo descrito por
mi amigo tenía. Mi padre adoptivo no tenía más libros en casa que la biblia y
la vida de O’Higgins. Siempre había tenido por bárbaros y brutos a todo
uniformado gracias al ejemplar que tenía en casa y ver tantos libros reunidos
por este otro bruto, me desconcertó.
Nos
fuimos a leer a un parque húmedo y vacío. El cielo gris debía estar en alguna
parte, más allá de nuestras cabezas, alejado, o quizás refrescando nuestras
visiones de héroes en un mar repleto de embarcaciones que caían desde los
árboles. Los héroes no tenían nada de imponentes y trágicos ese día, eran tan
corrientes y cínicos como dos jóvenes fumando yerba, con el pecho fresco de no
sentirse obligados a sacrificarlo por nada del mundo.
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