Ayer
murió Gonzalo Millán. Es decir, para mí murió ayer, a pesar de que crónicas,
postales y dedicatorias panegíricas ya han fijado su desaparición de este mundo
el día 14 de octubre. Pero para mí murió ayer. Leí la noticia por internet.
Decir qué es lo que hacia él, sería absurdo y caer en lugares comunes.
Simplemente era Millán y muchas cosas más, o personas, pongámosle.
Lamento su desaparición, pues como ya escribí antes, en otro pedazo de pantalla
virtual, de los verdaderos quedan pocos. Ahora que abunda la poesía pueril,
demasiado brillante y marginal y brillante y ombliguística y risueña y salamera
y cautivada por un cierto lumperismo que da arcadas, resulta que Millán partió.
Su signo ahora ya no es el de alguien vivo. Su signo ha cambiado. Yo estoy
vivo. A Millán sólo lo conocí a fuerza de encuentros, cada vez sorprendiéndome
más por su fuerza viva y generosa, por su capacidad de reir con cualquier
anécdota o chiste que otros considerarían una impertinencia y nada más. A
Millán lo conocí en la Quinta (a)Normal, en un taller SOBRE poesía que él
dictaba. Gratas mañanas de sabados (¿o domingueras?... solo sé que incluso con
caña nunca dejé de asistir) para escucharle hablar de poemas y poetas. Nos
encerrábamos unas diez personas en el primer piso de una casona, cercada por
una red de hojas y ramas que de vez en cuando se balanceaban como diciendo «
sí, gonzalo, a veces, sólo a veces ».
Abajo, nos
esperaba ese invernadero en agonía, en el cual alguna vez floreció por primera
vez en el país una Victoria
Regia (dato de un libro de R. Merino). Más de una vez nos quedamos,
terminado el curso, conversando sobre las posibilidades que las calles cercanas
a la Quinta poseían para ser escritas en prosa y verso.
Terminado ese cursillo, solo nos encontraríamos en contadas ocasiones y la
mayoría de las veces, debo confesarlo, en lugares menos luminosos, como la sala
de referencias críticas de la Biblioteca Nacional. Lugares para aburrirse un
rato. Por ese entonces, yo no creía que él podría reconocerme. Yo, la mayoría
de las veces que lo veía, nunca tuve el valor para acercarme a saludarlo. Me
quedaba viéndolo, como a un fiero bucanero que despejaba ideas y definía el
rumbo a seguir, entre tanto joven poeta o protoeditor intentando aproximársele,
venderse o lanzarle algunas « genialidades » para sentir su reconocimiento.
Su parada, su chaleco viejo, su respirar fuerte, evidanciaban una paciencia
envidiable. A veces parecía un faro que deslumbraba a su alrededor y dejaba en
sombras el puerto, desde el cual algunos le hacíamos señas.
Sucedió que una noche, en un espectáculo (el término le va de perillas) me
encontré con Millán. Él leería sus textos esa noche. Gracias a la generosidad
de un espíritu hermano que me obsequiaba vasos gratis, no me despegué de la
barra y preferí aguantar ese ambiente de glamour alternativo en el que se
suelen encontrar algunos destacados de la farándula. Fingida circunstancia en
el que esperan poder expresar molestia si alguien se les acerca para pedirles
autógrafos « sí soy yo, pero ya terminamos de filmar... eh no, claro, lo
conozco, pero ahora estamos en otra cosa ».
Entonces se acercó al escenario quien me había iniciado en la lectura de Les Villes Tentaculaires. Millán leía. Atrás de mí, un grupito seguía su juerga vociferando, ladrando como hienas histéricas. Millán leía. Gritos y risas. Algo leía Millán, pero qué…no pude saberlo. Intenté acercarme, pero una chica fotografiaba delante mío y la barra se redujo a un muelle desde el cual veía al poeta guiar su barco tan lejos que no sabía si iba o venía. De pronto vi que su boca se cerró. « ¿Ya terminó? Dijo alguien. Falsa postura. Millán se quedó en el lugar, subió la vista como diciendo « ¡hasta cuándo chucha ! » y antes de bajarla otra vez a sus papeles me miró, un guiño, una leve sonrisa. Torpeza mía al responder levantando el vaso. No me quedaba nada en él. Entonces volvió a sonreír y a leer más fuerte.
1 commentaire:
Que descanse el hombre y salud por su memoria... ¿Dónde se van los poetas que mueren?
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