Un Oceánico en Quién Sabe Donde
Por Antonio Citron.
Hoy vivir lejos puede pasarle a todo el mundo, ya no es más patrimonio
exclusivo del exilio político, de acuerdo. Dentro de esta lógica, nada
extraordinario toparse con gente que, luego de unos cuantos minutos de haberse
presentado con un raro acento, te diga “Oye ¿Pero tú no eres….?” o “No sé de
donde, pero tu cara me dice algo”. Es decir, no solo ya no eres el único lejos
de tu casa y cerca de tu pasaporte, sino que además, toman el mismo atajo que
tú los que vivían en el barrio de la infancia, en la ciudad donde estudiaste,
en el edificio donde tenías a una novia, etc.
Un día sales por una de esas calles con nombres que no te dicen nada —
únicamente, que no estas progresando mucho en el nuevo idioma — y se cruza por
tu camino uno de ellos o de ellas. No insinúo que sea malo o desesperanzador
encontrarse con un rostro familiar en el extranjero. Conozco la experiencia y
sé que somos muchos en compartirla. El encanto sufre una trizadura, pues te han
traído en cierta forma tu casa, que es lo único que asegurabas haber dejado
atrás. Te creías el aventurero, casi con látigo y cuchillo al cinto y alguien
se acerca y te explica que solo saliste al jardín de la casa. O al parque de
abajo, para los de visión departamentezca como yo.
Sin embargo, encontrarse con alguien del barrio o del “villorrio” como
decían algunos poetas, también tiene sus efectos benéficos, o sea, un vino
descorchado del país, unas bromas sin necesidad de traducción, de preferencia
cochinas y malas que una complicidad difícil de recuperar en calidad de
bárbaro, las hacen valer oro. Una noche de despilfarro bien aprovechada, con la
certeza cínica de que es solo una noche y nada más; que en mucho tiempo más no
escucharás los nombres de gente que otra vez olvidarás (Porque el olvido es
cosa seria ahora, no se rían) Esto puede ocurrir, o al menos a mi me ha
ocurrido, una vez por año más o menos.
sourire dans la montagne, N. Folch. |
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