Su rostro
es una alcancía de dolor
repasando
el silencio que imponen los túneles del metro
entre
sueño y eléctrico susurro.
En un
basural algunos montículos se mueven
entre sueños
y fuego espontáneo,
solo
extranjeros quedan,
pieles
estampilladas para el trabajo del vaciadero,
pulsando
botones de colores básicos,
predeterminados
para unas pocas palabras :
rojo –
alerta
amarillo
– atención
blanco –
jardines recién regados decorados con algunas modelos semidesnudas
negro –
cámaras de vigilancia.
Los móviles bajan del cielo
aconsejan,
dictan la
orden del día
a cada
lado de las conciencias
que
besan esa « O » enorme y
carnosa,
gerra o paz, lolita o la familia, salvado o
condenado, pillo o sincero, venganza o perdón
y en la
frontera el estupro
el programa
perfecto para atraer pieles timbradas en trenes
con el
eco de cantos de geishas y cognac en
el Moulin Rouge
el avión
de los muertos no se detiene ante nada
ni ante
el ocaso ni ante el acaso.
Nunca
olvidarán estas nuevas pieles el rojo y el negro,
aceptarán
el amarillo,
soñarán
en blanco.
Llamarán
al cielo con tarjetas prepagadas,
ya no
es cuestión de opción,
como un
sonámbulo
camino
al borde,
es una
situación última,
son los
últimos, somos los últimos,
pistilos
de un tallo reseco,
no hay
alternativa.
La
conversión y la tarifa se anunciará
en el mar pantalla plana,
actualización
del programa, fé, FÉ en el programa,
en el
menú único,
comida
brillante en las pantallas,
brillo
liso, brillo publicitario
grasiento
que chorrea en los dedos,
ésta es
la felicidad,
es la
grasa digital.
Ésta es
la aceitosa promesa:
grasa digital
sobre
cocinas frías
como
escenario frío de cocina con la receta perfecta,
puré de
benzodiazepina
en
platos oculares negros,
órbitas
ajenas o periféricas
enfermas,
rojizas, con conjuntivitis,
lagrimones
de bacterias gotean ante las cámaras de vigilancia,
surfean
sobre ese tajo
en la
alcancía de dolor hipnotizada en su teléfono
antes
de llegar a la próxima estación de metro.
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