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Al fondo podía ver como pasaban las
pocas personas que transitaban por la calle y me parecía que nadie, salvo
nosotros, tenia tanta conciencia de la libertad y alegría que nos ofrecían las
horas antes de terminar el fin de semana. Recuerdo que los paseantes nunca iban
acompañados, sino solos, en silencio. Y que cada uno de ellos cojeaba. Se lo dije
a Julián “¿No ves que los que pasan afuera, parece que cojean?”. Él levanto la
vista del libro y como en ese momento no pasaba nadie, nos quedamos un rato
mirando en dirección de la reja de entrada. Pero la calle se mantuvo silenciosa
y solo a lo lejos oímos el sonido de un auto moverse en las cercanías. Entonces
Julián dijo algo como “la gente es invisible” o quizás fue “la gente es
imbécil” y continuó con la lectura de Rilke. El libro se movió, una pagina dio
vuelta. Más palabras sucedían a las anteriores y Julián repetía las palabras,
las líneas salían de su boca, Rilke bajó de un árbol y meó escondido en la
sombra, sin saber que en la calle no había nadie realmente que pudiese verlo.
Mientras volvíamos a su casa, me
dijo que por la noche había una fiesta. Lo mejor que podíamos hacer era
quedarnos en su pieza, comer algo, escuchar música y esperar hasta la hora de
salir otra vez.
La caminata de retorno nos ofreció
una trayectoria entre autos estacionados que nos devolvían nuestros reflejos,
curvados, desproporcionados. Colores opacos murmurando en metales fríos.
Ya era de noche y dudábamos si ir a
la fiesta o no. Ver a Camila y a su polola condimentaba nuestra conversación. Su
lesbianismo era solo cuestión de meses. Quizás cuánto tiempo más lo mantuvo en
secreto. Julián había tenido una breve historia con ella. Se habían ido a la
playa solos. Volvieron a Santiago por separado. Julián un día antes. El
teléfono sonó, su voz sonaba como siempre, alegre, rápida para contar chistes.
Solo me dijo que se había aburrido y que decidió volver. Me contó que habían
abierto una casa desocupada enorme, que habían conocido a un grupo de punks en
la playa y que Camila los había invitado a dormir con ellos. Pero que él no se
sentía seguro y me dijo que no le sorprendería que a Camila la detuvieran por
escandalosa. La amistad siguió y Camila no volvió a tener historias con nadie
de nuestro grupo de amigos.
Cuando ella nos contó que era
lesbiana, el respeto general se impuso sin decir nada. Pensé que en cierta
forma era su manera de alejarse de nuestras pretensiones de sexo con ella. Porque
además de Julián, todos los del grupo habíamos intentado terminar con ella en
la cama. Cada uno de nosotros tuvo alguna anécdota de macho en celo con ella. Pero
Camila conocía la vida dura y sabía enfriarnos con inteligencia : una caminata
por el cerro cerca de su casa, el sonido de la ciudad a lo lejos, siempre
acompañado de una bolsa plástica enredada entre los arbustos, llamar a los demás, ir a comer al
supermercado sin pagar, bolsas plásticas con botellas dentro, olor a neumático
quemado en una esquina donde nos escondíamos a fumar, la ciudad nos recibía
como hijos pródigos y Camila se aseguraba de no perdernos en ella, de mantener
al grupo junto. Se lo había dicho a sus padres una semana antes que a nosotros.
Julián se reía y acariciaba la pierna de Camila mientras ella nos hablaba
sentada en una banca de una plaza. Una especie de trance iniciático la hacia
hablar sin parar. No recuerdo que nadie de los que ahí estábamos bebiera de la
botella que habíamos abierto mientras ella contaba su historia. Me gustaba su
voz gastada, como proveniente de una radio mal sintonizada en su garganta, y la
forma en que abría sus ojos cuando quería destacar algún detalle en lo que
decía. Ella nos contaba todo, cómo había descubierto su atracción por las
mujeres, su primera experiencia con su polola mientras sus padres estaban
matándose en la pieza de al lado, el pelo revuelto, los pelos del sexo, el sexo
a un ritmo diferente, más excitante.
Nunca había ido a su casa.
Nunca había puesto los
pies en su casa. Conocía el barrio, pero sin necesidad de ir hasta la puerta de
donde vivía ella. Julián me dijo que nos esperaba un par de horas o más caminando. La yerba nos había cortado la fuerza inicial.
Los brazos caían sin utilidad. Sentados, con la boca llena y las manos rojas de
kétchup. De frente al televisor, observar los colores y sentir las
palpitaciones diversas del sonido, pequeñas variaciones apenas perceptibles,
esa trampa al volver del entusiasmo de la yerba. Aletargamiento. El televisor
encendido nos tenía atrapados, nuestros cuerpos pesados con el pan rancio se
prestaban bien al juego. El programa de música duraba toda la noche, una
piscina en ruinas al otro lado de la ventana, yerba, en fin, lo teníamos todo para
petrificarnos ahí. De pronto caímos en la cuenta que un pequeño detalle se nos había
escapado. No nos quedaba más cerveza
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