Era la época del personal estéreo, radio cassette. Pero conocía a pocos que
podían darse el lujo aún de pasearse por ahí con uno. Marco era uno de ellos y
esa tarde de domingo habíamos quedado en juntarnos detrás del museo de bellas
artes, a fumar marihuana y escuchar música. Los domingos eran ideales para
escaparse lejos con el humo, ya que luego podíamos refugiarnos en la casa de algún
amigo a quien su familia hubiese dejado solo o encerrarnos en el cine de poca
monta que nos cobrara lo menos posible por el grupo. Cuando Marco llegó, se
instaló en una banca a esperarme con su personal apagado y protegido bajo su
camisa. Yo lo vi desde lejos. Me acercaba tranquilamente por la vereda, entre
los edificios impasibles y vacíos que habían abandonado los oficinistas.
Seguramente estarían viendo algún partido de futbol por televisión o durmiendo
en el sillón de un familiar, como hacen los domingos la mayoría de los hombres
que viven en estos países delineados con tiza y cuya señora no les obliga a
escaparse un día antes del lunes. Sentado sobre el respaldo de la banca, su
figura pasaba prácticamente desapercibida bajo un inmenso plátano oriental.
Los domingos, al contrario de lo que se piensa, eran días en que la
despreocupación por todo se encarnaba en el despoblado que ofrecían las calles
santiaguinas. La ciudad, reducida a algunos barrios por donde deambulábamos sin
rumbo fijo, era nuestra por el simple hecho que nadie más estaba ahí para
reclamarla. Marco era un buen caminante y yo junto a algunos otros solíamos
seguirlo, como encantados por esa flautilla electrónica que él compartía con
quien estuviese a su lado y al alcance de los audífonos. Saqué de mi bolsillo
el cassette que había llevado para que nos sirviese de fondo musical. Era una
copia pirata de los hits de Hendrix.
-
Ah,
qué bueno que no lo olvidaste. Yo traje Joy Division y Black Sabbath.
-
¿Qué
escuchamos primero? Le dije mientras sacaba el pito semi-aplastado de la caja de mi cassette.
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