Hoy un
hombre ordenaba su casa en un bolso
celeste
con gris, sucio y diminuto.
Entre
dos tragos a su cerveza en lata, me acerqué.
El frío
venía inevitable con la noche y las manos se frotaron en un gesto vano,
le
hablé o mejor dicho le pregunté si me aceptaba un café;
tenía
todo el fin de la tarde para pensar en otras cosas.
Quizás
fue Tchaikovsky quien tocó mis cuerdas íntimas antes de
salir de casa,
quizás
el bolso de ese hombre me hizo ver asomados los bordes de los días acumulados
como cuchillos en la cabeza de todos. Cuchillos que rebanan las venas de
hermosos cuerpos prometidos a la aventura.
“Yo soy
extranjero” dijo con temor. “Yo también” le respondí
entonces
una sonrisa con olor a cerveza en lata salió de su rostro
herido
con la violencia del frío que trae las noches.
El hombre me reconoció su hermano y el hermano del Hombre volvió a ser el mío otra vez
otra vez.
El
hombre juntó sus manos
otra vez,
pero no
para frotárselas, ni para acomodar cosas en su bolso, sino para intentar
expresar gratitud, de otra manera que no fuese la del idioma de su país, el
idioma de la familia y de los amigos que esperarán que él
no duerma contra los zapatos de hielo de la noche.
La
noche demoró sus pasos y encontré el calor
que había perdido.
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