"...pero solo vi una muestra corriente de la
desolación urbana, sin ropa tendida que alguien intentara robar, ni gente a
punto de caer desde las alturas o una pareja haciendo el amor en algún techo.
París
había sido la ciudad que devoré durante mis tres primeros años viviendo en ella,
confundiendo las callejuelas de barrios marginales con los mitos de la
literatura francesa, una poesía que pocos leían en realidad. Paris había permitido
mi mutación en el demonio que había negado durante mi vida en familia, durante
mis estudios en mi país. Los idiomas confundidos en la puerta de los
prostíbulos y las liceanas y universitarias, sus cuerpos en busca de una noche
de exotismo latino en algún club sofocante de salsa de la peor clase, hombres a
lo pedro navaja y prostitutas
afrolatinas, vestidos brillantes, burdos intentos de una seducción innecesaria,
maquillajes sudados – "no hagas ruido m’hijo
que los vecinos reclaman; vámonos sin escándalo papo, o estos negros son capaces de sacarte la lengua con sus manos;
viva la revolución, dulzura" – Los monumentos como rubíes en la mano de la ciudad,
una urbe que me llevaba febril a lo largo del Sena y sus puentes orinados, con
mi hambre de bestia, de salvaje liberado al terreno de los pusilánimes turistas
y burgueses capitalinos que adoré e insulté. Todo estaba mediocremente en
orden."
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